Subiendo por la Calle Santa Isabel, después de haber callejeado por el multicultural y republicano —así lo atestiguaban los adornados balcones— barrio de Lavapiés, uno se encuentra con el vetusto Cine Doré. Vivimos un tiempo en el que encontrar una sala de cine en el centro de Madrid se ha convertido en una quimera, obligando a los espectadores a exiliarse a los centros comerciales de la periferia. La (in)cultura del consumo se ha instalado en la capital de España y los cines han sido sustituidos por tiendas de ropa. Por esa razón el Doré se erige como símbolo de un Madrid que desaparece.
Mientras caminas por el pasillo central pensando cuál de las estrechas —pero menos incómodas de lo que pudieran parecer a primera vista— butacas será la mejor para ver la película, puedes admirar el escenario que esconde la pantalla tras una cortina, las grecas que decoran el azulado techo, o los carmesís palcos de madera… Una vez acomodado; las luces se apagan, la cortina se abre de par en par y comienza un viaje en el tiempo. Solo un haz de luz iluminaba la sala y en medio de esa penumbra, lo mismo podríamos haber estado en 1931 que en 2014. Solo faltaba la música en directo porque había piano, pero no pianista.
Antes de comenzar la proyección, tenía mis dudas con los numerosos niños y niñas que poblaban la sala. ¿Disfrutarían esos infantes que juegan con productos Apple en vez de con juguetes apreciar una película como Luces de la ciudad? El maestro Chaplin necesitó un minuto —lo que tarda en aparecer dormido en los brazos de una estatua recién inaugurada— para demostrar que es posible entretener a un grupo de niños sin la intermediación de las nuevas tecnologías.
Es revelador comprobar como 83 años después de su estreno, Luces de la ciudad es capaz de inspirar sonrisas como el primer día. Los niños abrieron la veda con sus carcajadas, a las que no tardamos en sumarnos el resto de la sala. Desde el cinéfilo pejiguero al que hasta las risas parecen molestar para seguir el argumento, hasta el padre arrastrado por su mujer y su hija mientras se disputa la semifinal de un Mundial; todos y cada uno de los presentes disfrutaron con las disparatadas situaciones ideadas por Chaplin. Poco importa que la película se vea con los inocentes ojos de un niño o con los resabiados ojos de un adulto, porque el genio inglés es capaz de unificar nuestra mirada.
¿Y qué decir de la película? Los adjetivos se quedarían cortos para definir una de las mejores películas de la historia, pero ahí va un sintético intento: una obra maestra capaz de hacer reír y llorar al mismo tiempo. A veces uno tiene la suerte de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado y, porque no decirlo, con la compañía adecuada. Entonces surge la magia, pero eso es mérito de Chaplin y del Cine Doré.
Roberto C. Rascón (@rcrascon)
PD: El próximo 17 de julio a las 22,00 el Cine Doré vuelve a proyectar Luces de la Ciudad.
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