Parece
mentira, que diría la canción de Quique González, pero ya ha pasado un año
desde que por teléfono me anunciaron —la palabra anuncio está bien escogida
porque sin duda fue una sorpresa— “te dejo”. Podría hacerme el interesante y
decir cosas como “no hay mal que por bien no venga”, “todo esto me ha servido
para aprender” o “lo que no te mata te hace más fuerte” y todo eso sería, en
gran medida, verdad. Pero la realidad es que parte de este último año ha sido,
sin paños calientes, “un puto infierno” que no le deseo a nadie. Imaginen, por
un instante, que la persona a la que aman desapareciera de un día para otro. La
culpa, la tristeza, el dolor, la rabia, la incomprensión… El simple hecho de
echar la vista atrás ya empaña mi visión.
Lo
más paradójico es que pasado un año he llegado a la conclusión de que, en gran
medida, yo tuve parte de la culpa. Que sí, que tengo que dejar de
disculparla porque su forma de finiquitar nuestra relación fue pesadillesca y
su comportamiento posterior no lo ha sido menos, pero si me destruyó —no hay
forma más suave de decirlo— fue porque podía y el único que le otorgó ese poder
fui yo. El ser humano es cobarde, caprichoso y egoísta, y si le das la
oportunidad de hacer algo —aunque sea una cabronada— lo hará. Así somos —unos
más y otros menos eso sí—. Como le dijeron a Spiderman —saquemos el lado
friki—, “un poder conlleva una gran responsabilidad”. ¿Fue ella responsable?
Para nada y quizás sea eso lo que más se le pueda achacar. Pero, ¿quién es
responsable en el amor?
Nunca
me había enamorado. Solo cuando ella se cruzó en mi camino —allá por marzo de
2012— comprendí lo que era el amor de verdad. Ahora si lo sé y eso, sin duda,
se lo debo a ella. Habrá personas que se enamoren por primera vez a los 15
años, otros a los 37, otros a los 80 —mirad sino a Vargas-Llosa con la
Preysler– y otros se morirán sin conocer el amor. Yo me enamoré a los 24. Sus
ojos, su sonrisa, su forma de ser y, por qué no decirlo, sus labios, sus pechos
y su culo me obnubilaron desde el primer día hasta el punto de no tener ojos
para nada ni para nadie más durante los siguientes tres años. Una
fidelidad tan exagerada que, ahora lo veo, ni era natural.
Ella,
en cambio, sí sabía lo que era el amor y por eso quizás se la pueda calificar
de irresponsable. Ella había tenido una relación previa de cinco años —casi
nada—, así que era perfectamente consciente de que esto del amor es finito y de
que no se puede jugar con los sentimientos de las personas. Aun así estuvo más
de tres años convirtiéndome en el protagonista de un cuento que, como todos los
cuentos, no era real. Su convencimiento de que estaríamos juntos hasta el final
—siempre llevaré a esa hija imaginaria llamada Alma en el corazón— era tal que
yo, que nunca me había planteado nada de eso, me lo creí como si fuera un
dogma. Por eso en mi mente no existía una vida que no fuera a su lado y cuando
la princesa que se cansó de ser princesa me anunció “te dejo” todo se derrumbó.
Me
quedé sin la persona a la que amaba, sin el hogar que había construido y sin
mis planes de futuro. Solo dejó silencio y todos sabemos lo cruel y doloroso
que puede llegar a ser. ¿Por qué se empeñó —con mi aquiescencia y entusiasmo—
en qué nos fuéramos a vivir juntos? ¿Por qué anunció en redes sociales “tres
años viviendo un sueño a tu lado y los que nos quedan” con motivo de nuestro
tercer aniversario si sabía que el final se acercaba? ¿Por qué reservó las
vacaciones de verano solo un par de semanas antes cuando sabía que nunca
iríamos juntos? ¿Por qué me hizo el amor hasta, prácticamente, el último día si
ya no me amaba? Todas esas preguntas me atormentaron durante algún tiempo,
hasta que comprendí que nunca obtendrían respuesta. Ahora la única pregunta que
permanece es: ¿por qué eligió la forma más dolorosa y cruel? Un daño gratuito
que, cada día que pasa, se revela más superfluo.
Durante
los más de tres años que permanecimos juntos, ella marcó los tiempos de la
relación. Ella tenía la experiencia y sabía —o eso aseguraba— como hacer que
esta historia funcionara, así que preso de la felicidad que sentía en ningún
momento me plantee que las cosas pudieran ser de otra forma. Estoy convencido
de que nuestra relación hubiera funcionado de mil maneras, pero eso es algo que
ya nunca sabremos porque —y esto es lo más triste— ella ni siquiera quiso
intentarlo. Desde el primer día hicimos lo imposible por vernos a diario y lo
que empezó siendo una muestra del amor que sentíamos el uno por el otro se
acabó convirtiendo en algo rutinario y lo rutinario —por muy fantástico que
sea— acaba hastiando. Quizás sea injusto decir esto porque, aparentemente, hasta
el final ambos seguimos siendo felices pasando el mayor tiempo posible juntos. Paradójicamente,
las razones que esgrimió para dejarme fueron que no estuve a su lado en dos
ocasiones, cuando es obvio que el problema de nuestra relación no fue la ‘falta
de’ sino el ‘exceso de’. Pero ella necesitaba algo a lo que agarrarse para
justificar la decisión y el hecho de cargarme a mi con la pesada losa de la culpa
le importó poco.
Visto
ahora, con la perspectiva que da la distancia y el tiempo, parece un milagro
que aguantáramos tanto tiempo juntos y no nos mandáramos antes a tomar por culo,
pero es la muestra de la inmensa complicidad que compartíamos. Es obvio que
ella ha sido para mi mucho más importante de lo que yo he sido para ella, por
mucho que siempre dijera que su anterior relación no tenía comparación con lo
que nosotros habíamos construido. Para mi, ella fue mi primer amor; para ella,
yo he sido uno más. La prueba más clara es que pasados algunos meses llamó a un
familiar y lo mejor que se le ocurrió preguntar fue: “¿Pero de verdad lo está
pasando tan mal?”. Una pregunta que prueba el escaso valor que, pese a todo lo
que habíamos vivido y todo lo que nos habíamos prometido, nuestra relación —y
en particular yo— teníamos para ella.
“El
ser humano se mueve por motivaciones y tú dejaste de ser una motivación para
ella porque sabía que siempre estarías allí”. Esta frase —lúcida y certera— es
una de las que más me han marcado durante este último año. Yo estaba dispuesto
a pasar toda mi vida a su lado —una locura en los tiempos de Tinder en que
vivimos (entiéndase la ironía)— y ella era perfectamente consciente de ello.
Cuando uno tiene algo seguro deja de valorarlo y eso le ocurre a cualquier ser
humano, así que este es otro error que se me puede achacar más a mi que a ella.
Ahí va un ejemplo… Antes de dar el portazo me dijo: “Me marcho y si te echo de
menos volveré”. Cuando alguien tiene los cojones/ovarios de decir algo así a la
persona con la que lleva compartiendo más de tres años es que ya no la respeta.
Aunque quizás lo más duro que me dijo fue: “Tú eres como eres y no vas a
cambiar”. No hay nada más terrible que negarle a una persona la capacidad de
evolucionar y más a mi que, pese a tener muy claras mis convicciones, todos los
días me cuestiono tanto a mi mismo como a mi entorno con el objetivo de mejorar.
Y
sí, desapareció. Como si nunca hubiera existido. Pasó a ser un fantasma siempre
presente pero nunca tangible. Aun hay gente que me pregunta si la he vuelto a
ver y la respuesta es sí, pero no nos adelantemos porque la situación merece
párrafo aparte. Me prohibió verla, llamarla y escribirla con la eterna excusa
del “me agobias” y así fue como a los pocos meses terminé hasta por borrar su
contacto de mi móvil. No la volví a ver —hasta el día que relataré a continuación—,
solo hablé con ella una vez —una semana después del “te dejo” pero para
comentar el último capítulo de Juego de
Tronos porque sacar a colación ‘lo nuestro’ estaba prohibido— y lo único
que me permití hacer durante algún tiempo fue enviarle correos que,
probablemente, borró sin leer. Esa falta de sentimientos hacia la persona con
la que compartió tres años y a la que proclamó muchas veces como “el amor de mi
vida” me sigue causando tanto estupor como, hasta cierto punto, admiración.
Nunca
le pedí que volviera conmigo porque respetaba su decisión, aunque para nada sus
formas, y mi único empeño siempre fue dar un final a la altura a nuestra
relación. Ese último recuerdo, con ella prohibiéndome que la tocara y mirándome
con desdén mientras recogía sus cosas de la casa que compartíamos cuando hacía
solo unas horas dormíamos abrazados, me atormentaba —aun lo hace— y no hacía
justicia a lo que había sido nuestra relación. Así que el 6 de enero —quizás no
elegí bien el día— me levanté ‘iluminado’, le pedí a mi madre su teléfono y la
llamé con la intención de concertar un cara a cara. Como era de esperar,
silencio. Pese a las mentiras iniciales —primero estaba trabajando y luego
comiendo con sus padres— finalmente accedió a hablar conmigo por WhatsApp, pero
lo que me encontré estaba lejos de lo que esperaba. Solo había rabia… Durante
tres años, en los que nos vimos todos los días, fui “el hombre perfecto”, “la
persona más buena del mundo" o “mi marido, mi amante y mi mejor amigo”,
pero increíblemente durante los meses en los que no nos habíamos visto me había
convertido en una especie de monstruo que, los que me conocen —entre ellos
ella— saben que estoy lejos de ser. De lo del cara a cara ni hablar porque,
palabras textuales, “no estoy preparada”, lo cuál es un poco contradictorio
teniendo en cuenta que fue ella la que me dejó. Como mucha gente me ha
dicho en este tiempo, “por su actitud parece que la dejaste tú a ella”.
Pero
el destino es un cachondo y solo unos días después —concretamente durante la
noche de su cumpleaños— me dio aquello que ella se negaba a darme y la puso en
mi camino. Como si fuera una canción de Sabina… Yo venía de Macera, ella
parecía ir a Pachá —supongo que esto ya dice bastante de nuestros respectivos
momentos vitales—; yo la miré, ella agachó la cabeza; yo me acerqué, ella casi
se cruzó de acera; yo le dije “¿no me vas a dar dos besos?”, ella me los dio
como si le fuera a pegar el ébola; yo quise mantener una conversación, ella me
dijo “¡no me vas a joder mi cumpleaños!”; mis amigos se mantuvieron en un comedido
segundo plano —alguno tuvo que contenerse y de vez en cuando recuerda “estuve a
punto de saltar porque no sé como pudo hablarte así”—, su amiga no fue tan
elegante y me dijo “deja de acosarla”; yo me quedé pensando “¿qué trolas sobre
mi habrá contado si no la veo hace meses?”, ella puso cara de “me han
pillado"; yo le dije “cuando estés preparada avísame”, ella se marchó sin
mirar atrás. Para ser sincero, lo único que me apetecía en ese momento era
darle un abrazo. Seguramente, el mejor remedio que tiene el ser humano a su
disposición.
Es
curioso como puedes pasar meses sufriendo como un cabrón —buscando unos porqués
que seguramente ni ella misma tiene claros— y que al final la solución a esos
males fuera, simplemente, mirarla a los ojos. Me pasé más de tres años viendo
amor y adoración en esos ojos, por eso cuando los volví a tener delante y
observé lo vacíos que estaban comprendí que en ellos ya no quedaba nada para
mi. Y así fue como esa terapéutica noche se convirtió en una de las más
importantes de mi vida. Un antes y un después. Comprendí que ese fue el final
que ella eligió y que solo ella tiene el poder de cambiarlo, y comprendí que yo
ya no podía hacer nada más por cambiar ese final porque me estaba haciendo daño
a mi mismo. Me encantaría haber escuchado su verdad, pero ha sido incapaz de
verbalizarla. Al igual que ha sido incapaz de una palabra amable hacia mi o de
un buen recuerdo. En resumen, ha sido incapaz de ser justa y generosa.
‘La
Pena o La Nada’ se titula una canción de Nacho Vegas… Yo elegí la pena y ella
eligió la nada. Ahora, pasado el tiempo, tengo una historia increíble en el
recuerdo. La historia de dos personas que nunca deberían haber cruzado sus
caminos, pero que lo hicieron y lo dieron todo el uno por el otro a diario
durante tres años convirtiendo cada día en una celebración del amor. He peleado
—y sufrido— a diario por retener los momentos que compartimos, haciendo frente
a todos y cada uno de ellos por dolorosos que fueran tras la separación. Si
ella ha decidido denigrar sus recuerdos para justificar su decisión solo puedo
compadecerla porque ha perdido una de esas historias que, cuando uno llega al
final de sus días y echa la vista atrás, seguramente dibujen una sonrisa en el
rostro. Como dice otra canción del asturiano, ‘Morir o Matar’, ella eligió
matar y a mi me tocó morir. Ahora, yo tengo la conciencia tranquila y eso no lo
cambio por nada.
Hace
unos meses me preguntaba en este mismo blog: “¿Qué puede esperar del amor alguien que lo entregó todo y acabó sin nada?”.
En definitiva, me cuestionaba si volvería a sentir y la respuesta es sí. Es
diferente… Pero no es ni mejor ni peor. Es obvio que el primer amor, y más si
este se alarga durante tres años, marca y que ella se llevó una parte de mi que
nunca volverá. Si tuviera que definirlo, diría que antes sentía un amor
inconsciente y ahora siento un amor consciente. Muchas personas, cuando sufren
reveses como el que recibí yo, se vuelven desconfiadas, resentidas y cínicas
respecto al amor. Yo sigo creyendo en el amor y esa es una de las cosas que más
orgulloso me hacen sentir. Después de un año frenético, en el que la mayoría de
los días he salido de mi casa a las 8:00 para llegar a las 23:00, puedo decir que
lo he hecho lo mejor que he sabido. Estuve con la rodilla en el suelo… Dudaba
de todo —de mi mismo y de mi entorno—, pero poco a poco fui recuperando mi
personalidad y ahora soy más fuerte, incluso me atrevería a decir que soy
mejor. Ahora tengo a mi lado a una persona que no necesita de palabras vacías y
ensoñaciones gratuitas para demostrar su amor. Y lo que dure, durará. Como diría Queen, show must go on.
Roberto C. Rascón (@rcrascon)
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