Para un ávido lector como yo, descubrir a Charles Bukowski a los 23 años debería ser motivo de sonrojo. Compré La Senda del Perdedor hace varios meses, pero siempre aparecía otro libro que demoraba mi primera lectura de Bukowski. Finalmente me decidí y me adentré en el mundo de Henry Chinaski, alter ego del propio escritor. La prosa de Bukowski te atrapa desde la primera línea y ya no te suelta hasta el final. Ese realismo sucio se te adhiere a la piel, filtrándose en tu cuerpo y golpeando por igual al corazón y la cabeza. Cuando cierras el libro, quieres conocer más cosas de Henry Chinaski y para eso están libros como Hollywood, Cartero, Factótum o Mujeres. Dicho esto, ahí van algunos fragmentos de La Senda del Perdedor, que seguramente animarán a más de uno a (re)descubrir a este autor.
Le oí coger la badana de afilar. Todavía me dolía la pierna derecha. No servía de nada, habiendo sufrido la badana antes muchas veces. El mundo entero estaba allí fuera indiferente a todo, pero no servía de nada. Había millones de personas ahí fuera, perros, gatos, pájaros, edificios, calles, pero no importaba. Solo estaba mi padre la badana de afilar, el baño y yo. (…) Le oí salir del baño. Cerró la puerta. Las paredes eran hermosas, la bañera era hermosa, el lavabo y la cortina de la ducha eran hermosos, hasta el wáter era hermoso. Mi padre se había ido.
Experimentaban con los pobres y, si funcionaba, utilizaban el tratamiento con los ricos Y si no funcionaba, aun había un montón de pobres para experimentar sobre ellos.
Mi abuela tenía más verrugas que nunca y estaba más gorda. Parecía invencible, como si nunca fuera a morirse. Había llegado a envejecer tanto que no tenía sentido que se muriese. (…) Me tumbé y vi como mi abuela se inclinaba sobre mí. Con el rabillo del ojo observé como balanceaba el enorme crucifijo sobre mí. Yo había rechazado la religión un par de años antes. Si era verdad, convertía en idiotas a la gente o bien producía idiotas. Y si no era verdad, entonces eran doblemente idiotas.
No valía la pena confiar en ningún otro ser humano. Los hombres no se merecían esa confianza fueran quienes fueran.
Me pasaba otra vez lo mismo que en la escuela primaria. En torno mío se agrupaban los débiles en lugar de los fuertes, los feos en lugar de los hermosos, los perdedores en vez de los ganadores. Parecía que mi destino en la vida era viajar en su compañía. Eso no me importaba tanto como el hecho de que yo les parecía irresistible a todos esos tipos idiotas y grises. Era como una mierda que atraía a las moscas en lugar de una flor que subyugara a las deseadas mariposas y abejas.
Cada minuto nace un mamón.
Mi padre me había enviado a ese instituto para ricos deseando que se me pegara el aire de los dirigentes mientras observaba a los muchachos ricachones haciendo chirriar sus cupés color crema y acompañando a chicas de trajes brillantes. Sin embargo aprendí que los pobres normalmente permanecen en la pobreza. Que los jóvenes ricos husmean el hedor de los pobres y aprenden a encontrarlo divertido. Tienen que reírse, porque de lo contrario sería demasiado aterrador. Han aprendido eso a lo largo de los siglos. Nunca perdonaré a las chicas por meterse en esos cupés color crema con los rientes muchachos. No podían evitarlo, por supuesto, pero siempre pensabas que tal vez... Pero no. No había tal vez. El bienestar económico significaba victoria, y la victoria era la única realidad. ¿Qué mujer elige vivir con un lavaplatos?
El baile acabó. Hubo una pausa. Las parejas hablaban entre sí con soltura. Todo era natural y civilizado. ¿Dónde habían aprendido a conversar y bailar? Yo no podía ni conversar ni danzar. Todo el mundo sabía algo que yo desconocía. Las chicas eran tan bonitas, los muchachos tan bien parecidos. Era tan difícil mirar de cerca a una de esas chicas, y no digamos estar solo con ellas. Mirar en sus ojos o bailar con ellas era algo más allá de mi alcance. (…) Y sin embargo sabía que lo que estaba viendo no era tan simple ni bonito como aparentaba. Había que pagar un precio por todo ello, una falsedad social en la cual se podía creer fácilmente, pero que podía ser el primer paso que condujera a un callejón sin salida. (…) Mientras los observaba, me dije a mí mismo: “Algún día comenzará mi baile. Cuando llegue ese día, yo tendré algo que ellos no poseen”. Pero empezó a ser demasiado para mí. Los odié. Odié su belleza, su juventud sin problemas, y mientras los miraba danzar a través de los remansos de luz mágicamente coloreada, abrazándose entre ellos, sintiéndose tan bien, como niños inmaculados en gracia temporal, los odié porque tenían algo que yo aún desconocía, y me dije a mí mismo de nuevo: “Algún día seré tan feliz como cualquiera de vosotros, ya lo veréis”.
Nunca te fíes de un hombre que tiene el bigote perfectamente igualado. (…). ¿Por qué la idea de la Raza Superior no atrae más que a los disminuidos mentales y físicos?
Y mis propios asuntos iban de mal en peor, tal como cuando nací. La única diferencia era que ahora podía beber de vez en cuando, aunque nunca lo suficiente. El beber era lo único que evitaba que un hombre se sintiera desplazado e inútil. Todo lo demás era luchar y luchar, abriéndose paso a tajos. Y nada era interesante, nada. Todo el mundo era igual, reprimiéndose y controlándose. Y yo tenía que vivir con esos mamones el resto de mis días, pensé. ¡Dios mío! (…) Las chicas tenían buen aspecto vistas a distancia, con el sol filtrándose entre sus ropas y cabellos. Pero cuando se acercaban y mostraban sus cerebros a través de la cháchara de sus bocas, te sentías con ganas de excavar una trinchera en una colina y esconderte con una ametralladora. Verdaderamente nunca sería capaz de ser feliz, casarme y tener hijos. (…) ¿Era yo el único en agobiarme por un futuro sin posibilidades? Ahí sentado bebiendo consideré la idea del suicidio, pero sentí un extraño cariño por mi cuerpo, por mi vida. A pesar de sus cicatrices y marcas, me pertenecían. (…) Al mirar el porvenir, me gustaba muy poco lo que veía. Yo no era un misántropo ni un misógino, pero prefería estar solo. Era agradable sentarse solo en un recinto pequeño y beber y fumar. Siempre supe hacerme compañía.
Estábamos todos metidos en lo mismo. Todos apilados en un inmenso retrete lleno de mierda. No había escapatoria, íbamos a desaparecer con una cascada de agua cuando tiraran de la cadena.
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